8 de mayo de 2009

1. La Cola

No podría decir como se llamaba aquel hombre. Me percaté de su presencia porque varios señores lo miraban atentamente mientras bajaba un escalera. El caballero se dirigió hacia el final de la inmensa cola. Una enorme inquietud turbó su cara instantáneamente.

Todos se miraban unos a otros y después al señor. Un halo de nerviosismo parecía moverse de acá para allá. Algunos sujetos del final de la cola se preguntaban “¿qué se puede hacer?”, mientras que otros bajaban los párpados y la barbilla pensando en tono derrotista ”no puede hacerse nada”. Finalmente estaba el grupo de los abstraídos, esos ni se dieron cuenta. No puedo negar que cierta ansiedad se apoderó de mí también, y después el conformismo, y quise evadirme pero una fuerte ira me despertó “tengo que hacer algo, ¡tengo que hacer algo!”. Reuní el poco valor que tenía miré al hombre. Le sonreí, y pensé en cambiarle mi puesto de la cola pero tras un segundo me di cuenta de que no serviría de mucho ya que yo estaba situada a más de la mitad. No, aquella no era la solución, así que una idea relampagueó en mi cabeza y le dije “cólese”, “¿queeeé?” contestó él (es que era un poco duro de oído), me acerqué un poco más “¡que se cole, cólese por delante de todo el mundo, nadie va a decirle absolutamente nada! Sin embargo, tras tal despliegue de confianza en el ser humano dudé, y además ¿quién era yo para hablar como representante de todo el mundo?, ¿ y si lo insultaban por saltarse la ley de la correlación de las colas?.

Entonces el hombre, sonriendo ampliamente dijo “¿ah sí?, pues, muy agradecido” y para mi asombró no dudó y aquél ser increíblemente alegre y jovial fue meneando muy lentamente sus caderas junto a cada uno de los que esperaban en la cola, haciéndoles un ademán de saludo con la cabeza mientras los rebasaba abierta y descaradamente hasta llegar triunfalmente a la ventanilla. Entonces muchas caras empezaron a mirarse con alivio. Yo, pletórica y orgullosa, observaba al anciano de espalda doblada y piernas titubeantes saliendo del banco apoyado en su muleta, tan torpemente como había entrado, pero, eso sí, mucho más digno.


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